Por: Jorge Rojas
Fotos: Sergio Alfonso López

A fines del año pasado, tres protesistas oculares comenzaron a confeccionar ojos de acrílico para las víctimas del estallido social. Uno lo hizo por su propia cuenta y los otros se sumaron a través de dos programas de rehabilitación, ofrecidos por la Universidad de Chile y el Hospital del Salvador. Desde entonces, 39 personas han recibido sus implantes. Todos hechos a mano y personalizados con una técnica creada en Chile en 1946.

Sebastián Córdova, de 38 años, protesista de la Unidad de Trauma Ocular (UTO), del Hospital del Salvador, revuelve una pasta blanca que tiene la consistencia de una cola fría. En el frasco, Córdova ha mezclado el monómero con el polímero, dos compuestos que darán origen al acrílico, la materia prima con la que se hacen las prótesis de ojos. La amalgama tiene un olor similar a la acetona. Córdova toma una caja de bronce, que en su interior contiene un molde de yeso, y rellena las cavidades. Luego la pone en una prensa, la aprieta y posteriormente la deposita en una olla con agua caliente, que acaba de retirar desde un anafre. Dependiendo de la temperatura y la exposición, el acrílico resultante puede salir blanco o transparente, casi como un cristal. —Las prótesis acá son todas hechas específicamente para la persona. Nada viene de fábrica —dice, mientras tapa la cacerola. En sus manos sostiene unos objetos pulcros que parecen tapones. Es el modelo final de un “conformador” de espacio, una especie de pelota plástica que se les pone a los niños que han nacido sin un ojo o que lo han perdido, para que ese hueco pueda crecer y más adelante continuar con la reconstrucción. De ese molde, que está en el agua caliente, saldrán unos aparatos como éste. Cuando quiere hacer un ojo de acrílico, solo debe cambiar la horma. No es el término correcto, pero podría decirse que para confeccionar prótesis hay que “cocinar”. Córdova le dice así, aunque aclara que el nombre de la técnica es “termopolimerización”. Hace un año, este laboratorio no existía. —Todo esto era parte de la UTO. Esta era un área de atención clínica, donde se hacían curaciones —describe. En diciembre de 2019, Córdova llegó como protesista al Programa Integral de Reparación Ocular (PIRO), creado por el Ministerio de Salud, para entregar atención gratuita a todas las personas que sufrieron mutilaciones en los ojos, por balines y lacrimógenas arrojadas por Carabineros, luego del estallido social del 18 de octubre del año pasado. Desde entonces, 47 víctimas han entrado a esa consulta. Córdova apunta sobre el mesón. Hay tres ojos en trabajo de pulido, un paso que puede tardar varias horas hasta obtener el lustrado perfecto. Por debajo parecen conchitas y por arriba son realmente ojos: las venillas sobre la esclera, los tonos azules y amarillos en la parte inferior, el iris café con chispitas verdosas y el brillo, que simula un lubricado permanente, como si tuviera lágrimas propias. Cuesta creer que todo esto haya sido confeccionado a mano, con papel y plástico.

En 2011, Sebastián Córdova llegó a la oficina del odontólogo y profesor Guido Vidal, en la Universidad de Chile, a pedirle que fuera su maestro. Ninguno se conocía. Hacía años que nadie golpeaba esa puerta. Vidal era uno de los dos somatoprotesistas que quedaban en el país. Era el heredero de varias técnicas de implantes: de orejas, narices y paladares, entre otras piezas, pero por sobre todo de ojos. Córdova quería aprender de él. —El profesor era como el único en su especie —dice. Desde entonces, fue su discípulo. Lo primero que estudió fue la historia de la cátedra de Traumatología y Prótesis Maxilofacial, una materia que comenzó a dictarse en la Universidad de Chile en 1936, por Leopoldo Panatt, un odontólogo que se convirtió en una eminencia. En una semblanza, escrita por el doctor Juan Colin, además de destacar todos los logros médicos, se dice que incluso fue el “dentista tratante de Juan Domingo Perón, el que lo enviaba a buscar en un avión especial y lo alojaba en su suite presidencial del Hotel Plaza, de Buenos Aires”. Su nombre quedó estampado en la placa de la clínica que más tarde se instalaría en el Hospital San Vicente de Paul, como entonces se llamaba el actual Hospital Clínico. En su época de esplendor, aquella unidad llegó a tener más de 10 sillones de atención para personas que buscaban reconstruir alguna parte de su rostro, pero a mediados de los 2000 nada de eso existía. El edificio se demolió y cuando Córdova llegó a golpear la puerta de Guido Vidal, el área estaba reducida a un pequeño laboratorio en la Facultad de Odontología. Guido Vidal tiene 72 años. Aunque está en su casa, frente a la cámara de un computador, no pierde la costumbre de ponerse el delantal. En el cuadro predomina el blanco: la ropa, el pelo, las cejas, los dientes y la barba cana. Vidal fue alumno de la cátedra en 1974, cuando Panatt ya había muerto (falleció a los 56 años), pero hasta hoy practica y enseña su técnica, algo que habla muy bien de ese legado. —Este señor fue un genio —dice Vidal—. En un viaje a Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, Panatt volvió con algunos conocimientos en el manejo de pacientes con pérdidas oculares y en octubre de 1946 publicó, en la Revista Dental de Chile, un ensayo sobre restauración protésica del ojo, en base al acrílico. La nueva técnica era una alternativa a los más de 200 años de historia en que el vidrio había sido la única materia prima. Vidal cuenta que las primeras prótesis de este material habían surgido en Italia en el 1600, en Murano, donde hay una exquisita tradición de artesanos “sopladores”, y que en 1850 los alemanes la perfeccionaron.

La confección de una prótesis se realiza en cuatro sesiones. Primero se toma el molde, luego se hace la pieza de acrílico, posteriormente se pinta el iris y en la última cita se pule y se ajusta en el paciente.

Panatt fue la segunda persona en el mundo en desafiar esa técnica. En su ensayo menciona el estudio del estadounidense Phelps Murphey, considerado el padre del “ojo de acrílico”, que había publicado un trabajo solo meses antes que él. La mayor innovación era que, desde entonces, estas piezas podían ser personalizadas: “Hasta ahora, el paciente, para adquirir una prótesis, deambulaba de óptica en óptica tras un ojo, que debía buscar y escoger entre cientos, el que por su color y forma le satisfaciera”, escribió Panatt en la revista. Como las prótesis acrílicas debían ser pintadas, del color del ojo original, Panatt invitó al pintor Camilo Mori, que más tarde sería Premio Nacional de Arte, para que pusiera su talento sobre ellas y les enseñara a colorear el iris y la esclera. En su ensayo describe a Mori como un “maestro insustituible, de gran estusiasmo” y da cuenta de cómo fue el trabajo: “El artista pintó cuidadosamente el iris, tapando previamente la cara del paciente con un papel negro, al que se le han hecho perforaciones a la altura de los ojos, como una máscara o careta”. Desde entonces, las prótesis oculares en Chile no solo están vinculadas al lenguaje médico, sino que también al arte y a la singularidad de las piezas confeccionadas a mano. —Ahora nosotros pintamos nuestros propios iris. Con un profesor creamos una técnica. Se necesita papel de block escolar (hilado 180) y témpera. Se cortan unas arandelas y se pinta con un color base. Luego se hacen los detalles. Vidal parece describir una tarea de técnicas manuales, pero así se hacen. Le traspasó ese y otros conocimientos a Córdova, que hizo 200 horas presenciales como aprendiz, bajo la modalidad de una “estadía” y se convirtió en un escultor de piezas y órganos faciales. Desde chico que era bueno con las manualidades: sabía dibujar, hacía viñetas y figuras en miniatura de los personajes que creaba. Hacer partes del cuerpo humano conjugaba ambos talentos, pero no bastaba con las ganas. Como no había ningún programa de estudio que certificara la especialidad de somatoprotesista, él mismo trazó un camino para buscar la convalidación: estudió la subespecialidad en rehabilitación oral, realizó un par de diplomados y, cuando juntó todo el curriculum que creía necesario para certificarse, se encontró con un vacío legal. La comisión que debía examinarlo no existía o, más bien, no habían miembros para integrarla. —Había un problema con la certificación. Había un solo doctor certificado, que había jubilado en el Hospital Sotero del Río, ni siquiera el profesor Vidal estaba en el listado. Fue entonces, en 2016, que Vidal, Córdova y todo el equipo del laboratorio, en conjunto con la Facultad de Odontología, crearon el diplomado de Prótesis Maxilofacial. Ese año llegaron 12 odontólogos a matricularse en el programa. En mayo de 2018 reinauguraron la clínica que Leopoldo Panatt había fundado en 1936, luego de un receso de más de 15 años. Recuperaron la antigua placa que estaba guardada en el Museo de Odontología e hicieron un corte de cinta, que le dio nueva vida al proyecto. Córdova asumió la dirección. En la ceremonia, la doctora Inés Espinoza, con más de 100 años, la única odontóloga viva que había compartido con Panatt, contó historias del médico. Habían pasado los años, la ciencia había avanzado hacia los implantes en 3D y desde China podían importarse millones de prótesis hechas en serie, pero la técnica para hacer ojos de acrílicos personalizados, salvo pequeñas adaptaciones, era la misma de la década del 40.

“Nosotros pintamos nuestros propios iris. Con un profesor creamos una técnica. Se necesita papel de block escolar y témpera. Se cortan unas arandelas y se pinta con un color base. Luego se hacen los detalles”, dice el doctor Guido Vidal.

El 31 de octubre de 2019, el odontólogo Pablo Osorio, de 37 años, escribió el siguiente mensaje en su cuenta de Instagram: “Gente querida. Si conoce o sabe de alguien que haya perdido su ojo en una protesta, yo se la hago gratis, sin concursos ni sorteos. Me escribe por interno y coordinamos”. A las pocas horas tenía decenas de mensajes. Eran víctimas de traumas oculares del estallido social preguntándole de todo. Osorio fue el primer protesista en ofrecer ojos de acrílico. “Son tiempos difíciles, la lucha por cambiar el orden establecido será larga y hay que apoyarnos como podamos. Por favor difundir”. Pablo Osorio vive en Los Ángeles y trabaja como dentista general en el Hospital de Mulchén. Estudió en la Universidad de Concepción y en 2018 realizó el diplomado con los profesores Guido Vidal y Sebastián Córdova. Viajaba todos los miércoles y sábados a Santiago para perfeccionar una técnica que él ya había aprendido a mediados de los 2000, mientras cursaba el pregrado de Odontología. —En la universidad tuve un curso donde hicimos una prótesis y la dejamos en un banco de ojos, para que cuando llegara un paciente y necesitara uno, eligiera de las que estaban ahí. Después, en 2009, hice un perfeccionamiento que duró un año y ahí vi muchos casos. Desde hace seis años, además, Osorio había formado un programa piloto de prótesis en su trabajo, que de a poco ha ido cubriendo no solo las necesidades de la zona, sino que también de otras ciudades. Cuando en octubre del año pasado propuso confeccionar ojos para las víctimas del estallido social, varios dentistas particulares le ofrecieron su consulta para que pudiera realizar allí las piezas. —Habían muchos chicos lastimados y no había ninguna respuesta de ningún lado. Me ofrecí a reparara un poco ese daño y esto se compartió muchas veces en redes sociales. Me contactaron personas de Santiago y los derivé para que hablaran con los doctores Vidal y Córdova. Por entonces, la clínica de la U. de Chile estaba elaborando un programa similar, bajo la dirección de la Facultad de Odontología y en asociación con las unidades de Psicología y Oftalmología del Hospital Clínico. Si los números que por entonces se manejaban eran ciertos, más de 200 traumas graves, muchas de esas personas iban a necesitar una prótesis. Osorio habló con varias víctimas, pero al final solo una llegó a verlo: Luis Jiménez, de Temuco. Detrás de una pantalla, frente a una cámara, Luis Jiménez, de 27 años, cuenta su historia. El 19 de octubre del año pasado, cerca de las diez de la noche, en la calle Caupolicán, en Temuco, se convirtió en el tercer manifestante, de todo el país, en perder un ojo. Durante la tarde ya había recibido una lacrimógena en la cadera, que lo había lanzado al suelo, y se había sacado un perdigón del pecho, como si fuese una espinilla. —Yo no andaba tirando piedras, nada, solo estaba ahí pateando las lacrimógenas. Como a las diez de la noche decidí irme a mi casa, vivía cerca de ese lugar, crucé la calle y me llegó el disparo, por acá por el lado —dice, mostrando el rabillo del ojo—. Sentí como cuando golpeas dos piedras debajo del agua. Salí corriendo donde unas personas y grité: “¡Me dispararon en el ojo!”. Tras eso, un piquete de carabineros corrió hacia él. Dice que uno lo tomó del cuello, otro le pegó un lumazo en la espalda y en la pierna, y que luego lo arrastraron hasta un carro. Jiménez sangraba. Lo subieron a un vehículo y lo llevaron al Hospital de Temuco. Apenas llegaron, agrega, lo esposaron y le dijeron que estaba detenido por desórdenes, pero a las tres de la mañana lo dejaron en libertad. El concepto no es más que una metáfora, porque Jiménez se pasó toda la noche sentado en un pupitre, con la ropa ensangrentada y mojada por el guanaco. El hospital no tenía un oftalmólogo de turno y como había perdido su celular, ningún familiar cercano estaba allí para acompañarlo. —Estaban viendo si me mandaban a Santiago. Tenía frío y dolor. Al otro día, en la mañana, pedí permiso para ir a mi casa a buscar cosas, por si tenía que viajar, y me dieron media hora. Fui corriendo con el balín adentro del ojo —recuerda. Esa mañana, Jiménez fue trasladado al Hospital de Valdivia, pero allí tampoco había alguien que lo atendiera. Quedó internado, le hicieron exámenes y descubrieron que el balín había quedado incrustado en una cavidad por donde pasan todas las conexiones que van hacia el cerebro. Con un poco más de fuerza habría llegado al cráneo. Tuvo que esperar hasta el lunes por un diagnóstico. —Me dijeron que había perdido el ojo. Fue muy penca, porque la doctora me informó eso y después se fue de la sala. Recuerdo que hice un puchero y apareció una enfermera que me tomó de la espalda. Me dijo que no estaba solo, que ellas me iban a ayudar. Ahí me rajé llorando. Jiménez estuvo ocho días con el balín, hasta que lo operaron. Fue dado de alta el 4 de noviembre. Tras eso, una compañera de trabajo le habló de un dentista que estaba haciendo prótesis. Él tenía dudas de ir. —Mi mamá me decía que fuera, pero yo no quería usar prótesis, porque eso no me iba a hacer sentir bien, era para que los demás, que no estaban acostumbrados a verme con un ojo, se sintieran bien. Estaba en la negación, pero igual fui. En la primera sesión, Pablo Osorio le explicó cómo era el proceso. Le dijo que se hacían a mano, que eran personalizadas, que él mismo las pintaba y que serían cuatro citas. Jiménez comenzó a viajar a Mulchén por el día y, mientras Osorio trabajaba en la pieza, conversaban sobre las circunstancias que los habían llevado a conocerse y de cómo la vida cotidiana se volvía compleja sin un ojo. —Yo no puedo jugar a la pelota, porque cuando voy a pegarle, el balón ya pasó. Si trato de agarrar un vaso de agua, lo más probable es que lo bote. En la calle paso a llevar a los cabros chicos y saltan lejos, porque no los veo. Varias veces recibí chuchadas por eso. Por entonces, recuerda, había noches en que soñaba que volvía a ver de nuevo y tenía episodios reales donde creía aún tener su vista normal. “Ojo fantasma”, dice que le llaman los oftalmólogos a esa manifestación. Hasta hoy le pasa. Hace unos días, cuenta, agarró una estrellita de esas fluorescente y se la llevó al ojo malo, sin intención, y cuando no pudo ver nada recordó que estaba ciego de ese lado. Osorio se demoró un mes en confeccionar la prótesis. A comienzos de diciembre, Luis Jiménez se convirtió en la primera víctima de trauma ocular del estallido social en recibir un ojo de acrílico, pero no fue fácil usarlo. —Para nadie ha sido fácil este proceso, el negarte a cubrir una marca que te deja la gestión del gobierno. Creo que la decisión de usarla fue por mi familia y mi trabajo. En parte, en su proceso rehabilitador también ha tenido un rol la red de “Lesionados en Resistencia Sur”, que él mismo, como trabajador social, creó con otras nueve víctimas de Temuco. En el grupo hay cuatro personas más que perdieron su ojo por completo. Jiménez les ha hablado del trabajo de Pablo Osorio, pero ninguno aún se decide a ir. El próximo 22 de diciembre, la Fiscalía formalizará al policía que le disparó.

“La prótesis es un artefacto que no puede llegar e instalarse si la persona no está en un proceso sano de recuperación”, dice el doctor Sebastián Córdova.

Sebastián Córdova abre una caja plástica y adentro aparece una decena de iris prefabricados, que él ha pintado. Son pequeñas arandelas de papel, de diferentes colores, rebosadas en acrílico. Hay cafés, pardos, amarillos y verdes. Cada vez que llega un paciente nuevo, mira ese Tupper para saber si alguno de ellos le calza. Si no, empieza desde cero. En la de la Unidad de Trauma Ocular (UTO), la mitad de sus horas son para la atención clínica y la otra para confeccionar los acrílicos y retocarlos. Mirar el iris y determinar la paleta de colores que necesita es una técnica que a Córdova le sale natural. Ve tonos que ni siquiera los mismos afectados saben que tenían. —Todos dicen que tienen los ojos café, pero el ojo chileno tiende a ser con chispas verdes y amarillas. El café-café existe poco —dice, sosteniendo un lote de iris en la palma de la mano. En la parte de atrás del laboratorio, Córdova tiene su taller y adelante un sillón reclinable y un mesón donde trabaja con los moldes que va tomando. —La persona se hace parte del proceso, lo vive, y eso ayuda mucho. Yo pinto con ellos al lado, comparten el pincelado conmigo. Cuando hay arte y color de por medio, tienes que conversar con las personas, para conocer su percepción del mundo —explica. Córdova llegó al Hospital del Salvador en diciembre del año pasado. Antes, estaba como director del Servicio de Prótesis Máxilo Facial, de la U. de Chile. El 13 de noviembre, en una conferencia donde también estaba el rector Ennio Vivaldi, la decana Irene Morales y la presidenta del Colegio Médico, Izkia Siches, lanzaron un programa de rehabilitación para las víctimas del estallido. La universidad, en conjunto con el Hospital Clínico, correrían con todos los gastos de ese proceso. Luego de eso, del Ministerio de Salud contactaron a Córdova y le propusieron hacerse cargo de la instalación de un laboratorio de prótesis oculares, dentro de la UTO, donde se desarrollaría el Programa Integral de Reparación Ocular (PIRO), que además del área oftalmológica incluía asistentes sociales, psicólogas, tecnólogos médicos y terapeutas ocupacionales. Él aceptó. —Les presenté un proyecto, que lo escribí durante ese fin de semana, y fue aprobado. Armamos las oficinas e importamos los acrílicos y las pinturas. Trajimos lo mejor que hay en el mundo. Mientras esas cosas llegaban, traje mis materiales y comenzamos a trabajar inmediatamente. El primer paciente que atendió fue un adolescente que venía de otra región. Hubo que correr, dice, para terminarle su prótesis antes de que regresara a su ciudad. —Él lo vivía con mucha tristeza, mucho abandono. Hay varios pacientes que vivían en abandono desde antes. Esto que les pasó es terrible y va más en contra de su dignidad. Córdova explica que los pacientes que pierden parte del rostro, de forma traumática, viven un duelo que no solo tiene que ver con el órgano mismo, sino que con la identidad. —Hay una fragmentación del yo. No te reconoces en el espejo y los demás te ven como una víctima. Eso está descrito en los libros de somatoprótesis. Si la pérdida es en la cabeza, como en este caso es el ojo, te cuestionas quién eres tú. Eso le pasa a estos pacientes y es muy doloroso, porque transitan por todas las etapas: la negación, la rabia y la aceptación. Pero cuando a esto le sumas la injusticia, cuesta que te puedas conciliar con la pérdida del órgano. Los pacientes se quedan en la rabia o en depresiones profundas. Y eso, aclara, no lo devuelve la prótesis, sino que el trabajo en equipo. —La prótesis es un artefacto que no puede llegar e instalarse si la persona no está en un proceso sano de recuperación. A veces nos preguntan por qué no las entregamos en un día y es porque hay que hacer toda una evaluación psicosocial. Si yo pongo la prótesis en el proceso de la rabia, lo más seguro es que esa persona se mire en el espejo y diga: “Este no soy yo”. Aunque el momento del espejo es una solemnidad, tampoco es tan relevante, porque las reacciones son muy variadas. No todos, dice, están en los mismos tiempos. Algunos se ponen a llorar y otros no hablan, pero a la semana siguiente vienen contentos, porque la familia les dijo que le quedaba bien, o se atrevieron a salir a la calle, o encontraron trabajo. Algunos, con más fortaleza, dan vuelta la página rápidamente. Y aunque la instalación de la prótesis parece ser el final del proceso de reparación, al menos físico, Córdova explica que ese momento es solo el comienzo. —Eso es lo que cuesta entender en el paradigma de esta atención, que con la instalación de la prótesis todo empieza de nuevo. Es ahí cuando tienes que aprender a vivir, a conocer y a lidiar con el aparato. Para mí es muy reconfortante cuando la persona logra salir adelante y si la prótesis le aportó a eso, genial. Sebastián Córdova mira un ojo bajo una gran lupa. Hay una pequeña fisura, imperceptible a vista desnuda, pero no para la suya. La milimétrica mácula no es solo un tema estético, sino que un escondite perfecto para que los microorganismos la colonicen. Si fuera de vidrio, no se podría reparar, pero como es de acrílico, puede pulirlo cuantas veces sea necesario hasta dejarlo raso. La dedicación que le pone a cada pieza, dice, es también un trabajo terapéutico. —Te ven trabajar, ven lo que haces para que los iris queden iguales y si no resulta, se hacen de nuevo. El PIRO es el único programa estatal de reparación que hasta ahora se ha creado para las víctimas del estallido. Según la estadística del hospital, por la UTO han pasado 347 personas con traumas oculares y 126 quedaron con daño visual severo. Ese alto número, concentrado solo en esa unidad, que además tiene que atender todas las otras urgencias, es parte de las críticas que han surgido desde la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular. Entre los problemas, han dicho, está la falta de más especialistas y de un psiquiatra. De todos los pacientes, Sebastián Córdova ya ha tratado a 47 y solo 10 están pendientes de recibir sus prótesis. El doctor Guido Vidal tiene cuatro casos en la Universidad de Chile y uno ya fue dado de alta. Ambos programas seguirán vigentes indefinidamente para quienes deseen inscribirse. El sueño de Córdova no solo es darle continuidad, sino que también ampliarlo y heredarlo al usuario general. —La reparación de las víctimas del estallido social expuso una necesidad que ya existía. Mi idea es que siga creciendo, que se sumen otros protesistas y que luego hagamos somatoprótesis completas. Por el cáncer de cabeza y cuello, hay personas a las que les faltan las orejas, la mandíbula, el paladar o la nariz. Si tú sumas todos esos diagnósticos, más las 15 mil personas que yo estimo que necesitan hoy una prótesis ocular, eso te da para un GES. En las últimas semanas, Córdova comenzó a recibir pacientes del policlínico. Uno de ellos es un niño de fuera de Santiago. En los próximos días le instalará unos aparatos para conformar la cavidad ocular y cuando tenga 5 años y entre al jardín, los reemplazará por una prótesis estética, para minimizar el daño psicosocial. Es el primer paciente que atiende allí y que no perdió su ojo en el estallido social.

Fuente:
Revista Sábado, El Mercurio. Sábado 14 de Noviembre de 2020. Página 4.

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